sábado, 23 de diciembre de 2017

Mi primer partido


Once jóvenes años tenía, aquella tarde de verano, cuando pisé por primera vez una de las tribunas del Estadio Monumental. Era todo muy nuevo para mí, la adrenalina recorría mi cuerpo. Esa noche no había podido casi pegar un ojo, imaginaba jugada tras jugada, gambetas, goles, pases y alguna patadida de esas que daba nuestro rústico defensor. Me creaba en mi mente el surco que dejaría el "chacho" en el verde césped, la boba del "cabezón", el quiebre de cintura del "burrito" y los goles de aquel delantero que yo trataba de imitar cuando jugaba los tornes en mi querida escuela "José María Torres".

Llegamos varias horas antes. Ingresamos por Monroe, pasamos la plaza y ahí lo vi, imponente y majestuoso, tantas anécdotas y maravillas contadas se hacían realidad. Caminamos a paso rápido por Figueroa Alcorta. En los primeros controles, mi tía Alicia le ofreció un sánguche de milanesa que traía para comer en la cancha, pero el mismo, entre risas, no aceptó. Seguimos caminando, no podía parar de mirar a todos lados, cada recoveco y espacio, me sentía como un nene con un juguete nuevo, enorme por cierto. Ya en el acceso, mi tío Hugo se acercó y le dijo a uno de seguridad buscándome con su mirada: "Él tiene 10 años, ¿entra gratis no?" me reí y cuando estamos entrando le dije: "tengo once tío" de forma infantil e ingenua. 

Subí las eternas escaleras y me senté para observar el partido de la tercera, no recuerdo el resultado pero rápidamente los jugadores desaparecieron casi al revés de la gente que poco a poco iba llenando la inmensidad de cemento con trapos rojos y blancos.

Empezaron a revolearse las banderas, el grito de los plateistas que se unían al canto de la popular en un coro de esos vistos en alguna película o orquesta, Hugo me miró y me ordenó que me levantara para recibir a nuestros muchachos, mientras Alicia quien no entendía nada, servía de un termo mate cocido en un día de sofocante calor. En eso, ambos equipos saltaron al campo de juego con el arbitro, el cielo se tiño de papel picado. Aplausos, silbidos, gritos y algunas señales de la cruz se hacían presente esperando el duelo, que pocos minutos después comenzó con el pitazo inicial del referí.

Escalones y más escalones, me separaban de los jugadores, que apenas se dejaban ver como siluetas buscando un minúsculo objeto redondo blanco y negro. Mi mirada estaba más atenta a las aves de metal que sobrevolaban los cielos celestes de aquella tarde como los aviones de papel que yo tiraba y rozaban la calva cabeza de un espectador con una radio en su oído. En eso el chapulín ingresó al área y definió ante la salida del guardameta rival, la red se infló y mi tío me abrazó. Todo el estadio gritó, como propia, la anotación del delantero. Llegó el segundo, el tercero y hasta hubo tiempo para un cuarto gol, ese abrazo eterno con mi tío se repetía como un ritual ante cada victoria de nuestros luchadores. Todo parecía perfecto, hasta que nuestro arquero tuvo una mala salida, el atacante rival atrapó esa pelota y convirtió el descuento. En aquella jugada expresé varias palabrotas hacia nuestro portero, ante la mirada de un vago quien me observaba con una risa picarona. Aquella jugada fue invalidada por posición fuera de juego

El cotejo termino y hubo que emprender la retirada hasta nuestra casa. Caminamos hasta Barrancas, hablando del partido, de cada detalle y hasta cambiando opiniones con terceros que eran desconocidos pero con una pasión en común. tomamos el bondi de la linea 113, y me quede dormido a las pocas cuadras, aunque lo que viví aquella tarde fue un sueño de esos que ocurren con los ojos abiertos.

De Mariano Peralta
Foto: La Página Millonaria

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